Rayuela

Digamos que el mundo es una figura, hay que leerla. Por leerla entendamos generarla. ¿A quién le importa un diccionario por el diccionario mismo? Si de delicadas alquimias, ósmosis y mezclas de simples surge por fin Beatriz a orillas del río, ¿cómo no sospechar maravilladamente lo que a su vez podría nacer de ella? Que inútil tarea la del hombre, peluquero de sí mismo, repitiendo hasta la náusea el recorte quincenal, tendiendo la misma mesa, rehaciendo la misma cosa, comprando el mismo diario, aplicando los mismos principios a las mismas coyunturas. Puede ser que haya un reino milenario, pero si alguna vez llegamos a él, si somos él, ya no se llamara así. Hasta no quitarle al tiempo su látigo de historia, hasta no acabar con la hinchazón de tantos hasta, seguiremos tomando la belleza por un fin, la paz por un desideratum, siempre de este lado de la puerta donde en realidad no siempre se está mal, donde mucha gente encuentra una vida satisfactoria, perfumes agradables, buenos sueldos, literatura de alta calidad, sonido estereofónico, y por qué entonces inquietarse si probablemente el mundo es finito, la historia se acerca al punto óptimo, la raza humana sale de la edad media pare ingresar en la era cibernética. Tout va très bien, madame la Marquise, tout va très bien, tout va très bien.

Por lo demás hay que ser imbécil, hay que ser poeta, hay que estar en la luna de Valencia para perder más de cinco minutos con estas nostalgias perfectamente liquidables a corto plazo. Cada reunión de gerentes internacionales, de hombres-de-ciencia, cada nuevo satélite artificial, hormona o reactor atómico aplastan un poco más estas falaces esperanzas. El reino será de material plástico, es un hecho. Y no que el mundo haya de convertirse en una pesadilla orwelliana o huxleyana; será mucho peor, sera un mundo delicioso, a la medida de sus habitantes, sin ningún mosquito, sin ningún analfabeto, con gallinas de enorme tamaño y probablemente dieciocho patas, exquisitas todas ellas, con cuartos de baño telecomandados, agua de distintos colores según el día de la semana, una delicada atención del servicio nacional de higiene, con televisión en cada cuarto, por ejemplo grandes paisajes tropicales pare los habitantes del Reijavik, vistas de igloos pare los de La Habana, compensaciones sutiles que conformaran sodas las rebeldías, etcétera.

Es decir un mundo satisfactorio para gentes razonables.

¿Y quedará en él alguien, uno solo, que no sea razonable?

En algún rincón, un vestigio del reino olvidado. En alguna muerte violenta, el castigo por haberse acordado del reino. En alguna risa, en alguna lágrima, la sobrevivencia del reino. En el fondo no parece que el hombre acabe por matar al hombre. Se le va a escapar, le va a agarrar el timón de la maquina electrónica, del cohete sideral, le va a hacer una zancadilla y después que le echen un galgo. Se puede matar todo menos la nostalgia del reino, la llevamos en el color de los ojos, en cada amor, en todo lo que profundamente atormenta y desata y engaña. Wishful thinking, quizá; pero esa es otra definición posible del bípedo implume.


Capítulo 71
Julio Cortázar

Rayuela

-Partís del principio -dijo la Maga-. Qué complicado. Vos sos como un testigo, sos el que va al museo y mira los cuadros. Quiero decir que los cuadros están ahí y vos en el museo, cerca y lejos al mismo tiempo. Yo soy un cuadro, Rocamadour es un cuadro. Etienne es un cuadro, esta pieza es un cuadro. Vos creés que estás en esta pieza pero no estás. Vos estás mirando la pieza, no estás en la pieza.

-Esta chica lo dejaría verde a Santo Tomás -dijo Oliveira.

-¿Por qué Santo Tomás? -dijo la Maga-. ¿Ese idiota que quería ver para creer?

-Sí, querida -dijo Oliveira, pensando que en el fondo la Maga había embocado el verdadero santo.


Capítulo 3.
Julio Cortázar

Art-decó

Te quiero porque eres como el amor
una cosa endeble y ridícula
como una mesita de noche art decó
con un ribete dorado hecho trizas
y esquinas acolchadas amarillas y perforadas
que acabas comprando de todas maneras
aunque sea tan solo porque, de entre toda esa basura seria,
su feliz puñalada al estilo te parece
una cierta rebeldía, una contestación.

Tim Cockburn

Elegía rosa

Soy hijo de aquellos que lucharon en el día 25 de abril de 1974
para que hoy pueda quedarme en casa, aburrido, escribiendo
sobre aquello que nunca voy a ser.
No soy heroico o tal vez lo sea a mi manera.
Soy tragicómico, tremendamente sensacionalista,
puedo ser comprado en cualquier esquina más o menos oscura
de esta ciudad de vórtices fluorescentes que no me vio nacer.
Soy ideológicamente marxista, aunque nunca haya leído Das Kapital,
a pesar de todos los pantalones que dispongo a cambio de algún cariño
cuesten mucho más que media noche de amor.
No soy como Jano, pero tengo una máscara de múltiples caras,
por la pura diversión de eludir a quien se acuesta a mi lado
ocasionalmente en una cama.
Y a veces todo esto me hace llorar lágrimas tan fáciles
de ostentar como diamantes que brillan sobre el cuello de jóvenes
nunca tan bellas como yo. Pero la belleza es difícil.
Soy como Eco que fue la primera infeliz en sufrir anorexia
por causa de amor.
Safo no tenía razón. Nadie en el futuro ha de pensar en mí.
Soy una manzana madura que cayó lejos del árbol.
Aún así muérdeme.
El único camino para mi corazón comienza en el centro
de mi boca. Y, como es natural, soy sexualmente ambiguo.
Hay demasiados hombres y mujeres sentados a la espera,
sería bueno que uno u otro supiera que tiene las riendas de mi alma.
Soy la parte oscura de mí y es ella la que brilla incomparablemente
más que un día de verano.
La soledad de mi amor es una mecánica erótica
que reproduce en veintinueve espasmos el óbito celestial.
Tengo la espalda arañada y me siento orgulloso.
Yo mismo invertí en esto con mis uñas afiliadas y pintadas de negro.
Soy mi propio Basilisco cuando me miro al espejo,
cuando respiro en el espejo una raya tan natural como
un árbol. Nunca me sentí especial por eso.
Soy la mitad de la granada que Perséfone comió,
o sea, un campo donde sólo nacen flores de pétalos negros.
No busco algo diferente cuando salgo de casa.
Sin embargo, espero que haya alguien capaz de
aliviarme de la enorme tragedia de mi sueño.
Como Alejandro de Macedonia, cometí el error
de contemplar todo mi imperio demasiado cerca.
Se dice de él que sonrió únicamente cuando Aristóteles dejó
de corregirle la postura a caballo.
Aunque yo estoy sonriendo más que Churchill, más que la Monalisa.
Casi tres mil años después
ya nadie puede enseñarme la forma unánime y
democrática de robar la virginidad a adolescentes
que, en el mejor de los casos, se consideran creadores de un
verbo poético capaz de todos los sentidos.
¿Seré el único en pensar que Lautréamont y Sade no escribieron cosas
más interesantes que Perez Hilton?
Soy nuclear, irregular, pornográfico, luminosamente inmoral.
Soy una princesa enfadica, demasiado esquizofrénica
para aparecer en la portadas de las revistas. Pero aparezco en la portada
de revistas y lo hago siempre con tanta mediocridad
que nunca hubo ni habrá alguien igual a mí.
No tengo abuelos egregios. Escribo esta nueva biblia
para góticos, vegetarianos, practicantes de la Cábala
lo hayan o no confesado, modelos esqueléticas,
adoradores de dioses de carne, poetas posmodernos adictos al MD,
actrices lindísimas en rehabilitación,
monjas a punto de asumir la aparición de Jesucristo entre mis piernas.
Yo vi a CSS en el Lux el día 4 de abril de 2007 con los labios pálidos y quietos,
como quien pretende dar la imagen de que es
demasiado irreverente para dejarse absorber por la música.
Mi sangre es del color de este poema y este poema no es un ángel neutro.
Nadie me acompañaría a Père Lachaise para depositar
hojas mal olvidadas sobre la tumba del poeta
Guillaume Apollinaire del cual oí decir cosas
mucho más maravillosas de las que él escribió.
Soy el procesador de textos más ilógico de mi generación,
tal vez sea el único que lo haga, pariente pederasta
de todos aquellos que no consiguieron hacer más que adaptar
Portugal al federalismo del consumo literario.
Allí en Lisboa, allí en Lisboa todo lo que hice fue morir.
Nunca se me pasó por la cabeza que esta ciudad, cual sirena,
pudiese convencer a tantos para ahogarse en las profundidades del río.
Hasta yo tengo miedo de hundirme con personas en las calles de Lisboa.
No sé si he de parar en el infierno sólo para beber una cerveza
o quedarme por allí una temporada.
Sólo por vanidad le puse el nombre de Salomé a mi gata
que parió un gato anónimo que nació ya muerto.
No tengo otra ilusión que despertar. A parte de eso,
tengo en mí todos los sueños eróticos de este mundo.
Soy una abeja que devora tu miel en cantidades orgásmicas.
Como los griegos, escribo fragmentos tan insignificantes como:
Huí de ella como un cuco.
Conozco una canción que calma a las aves. Pero no sé
cómo tocarla. No importa, soy demasiado revolucionario
y agitador para preocuparme por eso.
Soy moderno y lo mismo es decir que morí antes de haber nacido.
Rilke debía estar pensando en mí cuando escribió
que todo ángel es terrible.


David Teles Pereira

Dificultades barrocas

Hay palabras que ciertos días no puedo pronunciar. Por ejemplo hoy, hablando por teléfono con el escritor D. –que es tartamudo– quise decirle que había estado leyendo un librito muy lindo titulado L'impossibilité d'écrire. Dije «L'impossibilité...» y no pude seguir. Me subió una niebla, me subió mi existencia a mi garganta, sentí vértigos, supe que mi garganta era el centro de todo y supe también que nunca más iba a poder decir «écrire». D. –bien o mal– completó la frase, lo cual me dio una pena infinita pues para ello tuvo que vencer no sé cuántas vocales a modo de escollos. ¡Ah, esos días en que mi lenguaje es barroco y empleo frases interminables para sugerir palabras que se niegan a ser dichas por mí! Si al menos se tratara de tartamudez. Pero no; nadie se da cuenta. Lo curioso es que cuando ello me sucede con alguien a quien quiero me inquieto tanto que redoblo mi amabilidad y mi afección. Como si debiera darle sustitutos de la palabra que no digo. Recién, por ejemplo, tuve deseos de decirle a D.: Si es verdad lo que me dice tantas veces, si es verdad que usted se muere de deseos de acostarse conmigo, venga, venga ahora mismo. Tal vez, con el lenguaje del cuerpo le hubiera dado algo equivalente a la palabra écrire. Ello me sucedió una vez. Una vez me acosté con un pintor italiano porque no pude decirle: «Amo a esta persona». En cambio, respondí a sus pedidos con una vaga serie de imágenes recargadas y ambiguas y es así como terminamos en la cama sólo porque no pude decir la frase que pensaba. Terminé también llorando en sus brazos, acariciándolo como si lo hubiera ofendido mortalmente, y pensando, mientras lo acariciaba, que en verdad no lo compensaba mucho, que en verdad yo le quedaba debiendo.

Alejandra Pizarnik

Ellas

Ellas nos huelen, señor, mucho, mucho antes de atender a nuestro torso, nuestro rostro o nuestras palabras, ellas nos huelen, chequean nuestro sistema inmunológico de una manera inconsciente, a metros de distancia, para calibrar las ventajas competitivas de su hipotética prole.


Ellas sólo quieren hombres que luchen, señor, si usted no lucha puede creer que está con ellas, pero ellas no están con usted, créame. Puede usted empatar, puede usted perder, una y otra vez incluso, pero si lucha seguirán con usted, en todas las derrotas, igual que en todas las victorias; lo único que no perdonan es que usted no luche, señor.

Ellas necesitan verse más grandes, más inteligentes, más guapas en sus ojos, porque ellas desean devolvérselo, señor. Ellas quieren creer que son especiales para usted y hacerle creer que usted también lo es. Si no le admiran, aquí se acabó todo, señor.

Ellas, ellas, ellas saben que no existe la armonía, sólo pedazos de armonía, pero esos pedazos se los exigirán con la usura de los decimales. Ellas conocen que una relación es cualquier cosa menos lo que se lee en los cuentos de hadas, que los arquetipos minan nuestras relaciones, por eso desean compartir, los problemas y la gloria, la ansiedad y el deseo.

Ellas le requerirán complicidad, señor. Y que las folle durante toda la noche, y que les dé mimos durante todo el día, y que las cubra de besos el resto de su vida. Lo quieren todo, señor. Ellas, ellas anhelan que estemos en guardia, pero que la bajemos de vez en cuando, es tierno, es romántico, señor, que ellas sepan que les confía su debilidad. Si su idea de la diversión es prolon-gar su adolescencia, olvídese de ellas, señor, y vaya a cazar Wendys, porque ellas demandan compromiso, cómo si no enfrentarse a una vida en la que todo es negociación o pelea. No quieren estar solas ante la vida, señor. Nosotros tampoco.

Ellas quieren ver cómo se arriesga, cómo da el primer paso, cómo pasa el apuro, el peligro, la inseguridad de pedirles una cita, quieren saber si tiene el valor, si posee la constancia, si será de fiar. Ellas reclaman que les quitemos la razón cuando no la tienen y cuando sí, que las hagamos pensar. Y eso es el amor, señor: no dorarles la píldora. Pero, sobre todo, hágame caso, llámelas al día siguiente, señor, de tomar un café, de ir al cine, de hacer el amor, de una discusión, de lo que sea. De lo que sea. Que sepan que, al menos, valió la pena. Lo que sea.

Ignacio del Valle

Que veinte años no es nada

Sé que es un sentimiento improductivo, disgregador, impregnado de fatalidad, que sólo puede entenderse como una fuerza que trasciende la voluntad, como un impulso que aniquila anhelo y obligación, que exige un penoso tributo, que incluso puedo perder la vida, sacrificarlo todo, sin esperar otra dicha que la proximidad de tu cuerpo.

Sé que si hoy no consumo de nuevo mi deseo seré como un artista que renuncia a su creatividad, que desistiría de mí mismo.

Sé que lo nuestro no será duradero, que siempre hay una lejanía que nos separa, que nuestro conocimiento no es más que una aproximación, que soy incapaz de penetrar el misterio que esconde tu mirada, que nuestro amor no va a fundar hogares, que acabará con la destrucción de los amantes.

Sé que tras nuestra apariencia banal nuestro erotismo es una experiencia de locura y muerte, que este amor me está volviendo loco, que mi deseo no se conforma sólo con penetrarte, que busco sepultarte en mi piel, devorarte.

Sé que lo mío nunca se extinguirá, que sobrevivirá a cualquier contingencia.

Sé que acabaré mal. Que acabaré solo. Que acabaré ciego.

Pero te espero.


Ignacio del Valle