Schekina

Hace falta morir para amar a la Schekina, decían
aquellos viejos ebrios de saber y de misterio, aquellos
libros que leíamos juntos como con miedo de su esplendor,
o a veces siguiendo el ejemplo del niño
que va ciegamente hacia la luz, atraído
por el brillo inefable
en lo oscuro, y muere igual que una mariposa nocturna:
porque
hace falta morir, hace falta morir para amarte más y más,
mujer sin nombre
soplo al que llaman, quién sabe por qué, caridad.
Y heme aquí que ya he muerto, ya he gozado, merced es,
de tu caridad, en verdad la única y suprema, porque
en este mundo sin ojos debe de ser cierto
que solo la muerte nos ve. Y ahora sé por fin
por qué eras tan frágil como la inexistencia, por qué
nunca sabía cómo llamarte y eras tan torpe para ser, y es que
en el país de los muertos sólo habitas tú. He muerto porque
hacía falta morir para volver a amarte
he muerto y en esta helada habitación donde
ya no hay nadie, y que recorre el viento, destruyendo los libros
que tanto daño hicieran, quedan sólo debajo
de las ruinas aquellos recuerdos de absurdos juegos y cópulas
y de niñez desenfrenada cual
un palacio enterrado bajo el mar: y he aquí mi regalo, he aquí
mi ofrenda de amor: este cadáver, este
despojo que aun así
sabe que no es digno, no es digno aún ni nunca,
no es digno pero
dile una palabra solamente
y caminará, caminará de nuevo no como aquel viejo
magullado que vivió en España, sino
como alguien renacido gracias a un disparo,
lavado por la destrucción. Porque tal parece que
detrás de la muerte está la infancia otra vez,
y el miedo
esconde coros de risas, te lo juro:
he muerto y soy un hombre, porque
detrás de la muerte estaba mi nombre escrito.




L. M. Panero