Tu musa

Convéncete primero de que le caes simpático,
de que lo pasa bien cuando sale contigo.
Llévala a casa luego, sírvele un par de copas
y, en un momento dado, mordisquéale el cuello.
Unas veces querrá pasar al dormitorio,
otras alegará una indisposición
y otras te contará su vida por entregas.
Muéstrale en cada caso la dosis de cariño
que te pidan sus ojos. Sé generoso siempre.
Trata de conservarla como sea a tu lado.
Sin ella, sin tu musa, no eres nadie, poeta.


Luis Alberto de Cuenca

No puedo soportarlo

NO PUEDO SOPORTARLO
Me da igual tu tendencia a desnudarte
delante de la gente. No me importa
que confundas “deber de” con “deber”,
o que emplees “dijistes” por “dijiste”
poniéndote analógica, o que duermas
con pastillas catorce horas al día.
Puedo aguantar la selva de vacío
donde vives, tu frío y tu calor
-siempre desmesurados-, tus histerias,
esa higiene obsesiva que te gastas.
Puedo olvidar que fueses drogadicta
(¿quién no lo ha sido alguna vez?), tus siestas,
tu narcisismo, tus ovulaciones.
Me tiene sin cuidado que me engañes
con tu perrita de bolsillo. Pero
hay algo que no puedo perdonarte,
y es que te pongas el disfraz odioso
de vulgar manualista de autoayuda
y me aconsejes cosas como: “Haz
lo que te venga bien en cada instante”,
“Vive al día”, “No pienses para nada
en el pasado ni en el porvernir”,
“Sé independiente”, “No hipoteques nunca
tus horas libres”, “Sácale a tu prójimo
todo el jugo que puedas”, “Sé feliz”.
No puedo soportarlo, vida mía.
Me horroriza. No puedo soportarlo.

Luis Alberto de Cuenca

El cementerio de los Libros Olvidados

Poco después de la guerra civil, un brote de cólera se había llevado a mi madre. La enterramos en Montjuïc el día de mi cuarto cumpleaños. Sólo recuerdo que llovió todo el día y toda la noche, y que cuando le pregunté a mi padre si el cielo lloraba le faltó la voz para responderme. Seis años después, la ausencia de mi madre era para mí todavía un espejismo, un silencio a gritos que aún no había aprendido a acallar con palabras. Mi padre y yo vivíamos en un pequeño piso de la calle Santa Ana, junto a la plaza de la iglesia. El piso estaba situado justo encima de la librería especializada en ediciones de coleccionista y libros usados heredada de mi abuelo, un bazar encantado que mi padre confiaba en que algún día pasaría a mis manos. Me crié entre libros, haciendo amigos invisibles en páginas que se deshacían en polvo y cuyo olor aún conservo en las manos. De niño aprendí a conciliar el sueño mientras le explicaba a mi madre en la penumbra de mi habitación las incidencias de la jornada, mis andanzas en el colegio, lo que había aprendido aquel día...
No podía oír su voz o sentir su tacto, pero su luz y su calor ardían en cada rincón de aquella casa y yo, con la fe de los que todavía pueden contar sus años con los dedos de las manos, creía que si cerraba los ojos y le hablaba, ella podría oírme desde donde estuviese. A veces, mi padre me escuchaba desde el comedor y lloraba a escondidas.

Recuerdo que aquel alba de junio me desperté gritando.


La Sombra del Viento
Carlos Ruiz Zafón
Sé por fin que ya llegas
que me vienes siguiendo
desde hace diez vidas
y si ahora
alguno de estos versos
se volviera de pronto
te encontraría ahí,
dos poemas detrás
sin hacer ruido
releyendo mil veces cada letra,
asustando los puntos de las íes
con tu antigua manía
de decir lo que piensas
sin decir lo que sientes

Fernando Beltrán