Hay palabras que ciertos días no puedo pronunciar. Por ejemplo hoy, hablando por teléfono con el escritor D. –que es tartamudo– quise decirle que había estado leyendo un librito muy lindo titulado L'impossibilité d'écrire. Dije «L'impossibilité...» y no pude seguir. Me subió una niebla, me subió mi existencia a mi garganta, sentí vértigos, supe que mi garganta era el centro de todo y supe también que nunca más iba a poder decir «écrire». D. –bien o mal– completó la frase, lo cual me dio una pena infinita pues para ello tuvo que vencer no sé cuántas vocales a modo de escollos. ¡Ah, esos días en que mi lenguaje es barroco y empleo frases interminables para sugerir palabras que se niegan a ser dichas por mí! Si al menos se tratara de tartamudez. Pero no; nadie se da cuenta. Lo curioso es que cuando ello me sucede con alguien a quien quiero me inquieto tanto que redoblo mi amabilidad y mi afección. Como si debiera darle sustitutos de la palabra que no digo. Recién, por ejemplo, tuve deseos de decirle a D.: Si es verdad lo que me dice tantas veces, si es verdad que usted se muere de deseos de acostarse conmigo, venga, venga ahora mismo. Tal vez, con el lenguaje del cuerpo le hubiera dado algo equivalente a la palabra écrire. Ello me sucedió una vez. Una vez me acosté con un pintor italiano porque no pude decirle: «Amo a esta persona». En cambio, respondí a sus pedidos con una vaga serie de imágenes recargadas y ambiguas y es así como terminamos en la cama sólo porque no pude decir la frase que pensaba. Terminé también llorando en sus brazos, acariciándolo como si lo hubiera ofendido mortalmente, y pensando, mientras lo acariciaba, que en verdad no lo compensaba mucho, que en verdad yo le quedaba debiendo.
Alejandra Pizarnik
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