Ya está. Ahora el resorte está tenso. No tiene más que soltarse solo. Eso es lo cómodo en la tragedia. Uno da el empujoncito para que empiece a andar, nada, una breve mirada a una mujer que pasa por la calle con los brazos en alto, un deseo de honor en una hermosa mañana, al despertar, como si fuera algo comestible, una pregunta de más que nos planteamos una noche…Eso es todo. Después, basta dejarlo. Nos quedamos tranquilos. La cosa marcha sola. La máquina es minuciosa; está siempre bien aceitada. La muerte, la traición, la desesperanza están ahí, bien preparadas: los estallidos, las tormentas, los silencios… Silencio cuando el brazo del verdugo se levanta al fin; silencio al principio, cuando los amantes están desnudos uno frente al otro por primera vez, sin atreverse a hacer un movimiento, en el cuarto a oscuras: Silencio cuando los gritos de la multitud estalla en torno al vencedor, como en un film cuando el sonido se traba, todas las bocas abiertas de las que nada sale, todo ese clamor que es sólo una imagen, y el vencedor, vencido ya, solo en medio de su silencio… La tragedia es tranquilizadora, porque se sabe que no hay más esperanza; porque se sabe que uno ha caído en la trampa, que al fin ha caído en la trampa como una rata, y con todo el cielo sobre la espalda, que ya no queda más que vociferar – no gemir, no, no quejarse – gritar al aire lo que se tenía que decir, lo que nunca se había dicho ni se sabía siquiera aún. ¡Nada queda por intentar!
Versión de Jose María Pemán (Original de Sófocles)
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