[...] La caricia penetraba despacio, desde otro plano. La hora del lujo, del surplus, morderse despacio, buscar el contacto con delicadeza de exploración, con titubeos fingidos, apoyar la punta de la lengua contra una piel, clavar lentamente una uña, murmurar, coucher 19h24, Saint-Ferdinand. Pola levantó un poco la cabeza y miró a Horacio que tenía los ojos cerrados. Se preguntó si también haría eso con su amiga, la madre del chico. A él no le gustaba hablar de la otra, exigía como un respeto al no referirse más que obligadamente a ella. Cuando se lo preguntó, abriéndole un ojo con dos dedos y besándolo rabiosa en la boca que se negaba a contestar, lo único consolador a esa hora era el silencio, quedarse así uno contra otro, oyéndose respirar, viajando de cuando en cuando con un pie o una mano hasta el otro cuerpo, emprendiendo blandos itinerarios sin consecuencias, restos de caricias perdidas en la cama, en el aire, espectros de besos, menudas larvas de perfumes o de costumbre. No, no le gustaba hacer eso con su amiga, solamente Pola podía comprender, plegarse tan bien a sus caprichos. Tan a la medida que era extraordinario. Hasta cuando gemía, porque en un momento había gemido, había querido librarse pero ya era demasiado tarde, el lazo estaba cerrado y su rebelión no había servido más que para ahondar el goce y el dolor, el doble malentendido que tenían que superar porque era falso, no podía ser que en un abrazo, a menos que sí, a menos que tuviera que ser así.
Capítulo 101
Julio Cortázar
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