Tuerzo la esquina. Apresuro el paso. Se hace tarde y aún no he almorzado. Acabo de encontrarme con un viejo amigo. Me ha pedido consejo acerca de unos poemas que está escribiendo. Trata de una mujer que es aplastada por el impacto de un sonido, el sonido que hace una idea cuando vibra y se convierte en proyectil. El sonido aplasta a la mujer contra la fachada de una casa. Ese es el tema. Los poemas son variaciones de esta imagen. Le dije que no entendía por qué lo titulaba Matar a Platón. Me contestó que el libro describe un acontecimiento, que un acontecimiento, al contrario que una idea, nunca puede ser definido. Un acontecimiento no es un hecho sino algo muy sutil, simple y complejo al mismo tiempo. Por eso las variaciones. Por eso los poemas. Un poema puede sugerir el instante. Y en ese instante está el universo entero, en superficie, el universo en extensión, como una enorme trama. Conocerse es viajar como una araña por los hilos de esa trama. Platón desterró a los artistas por temor a mostrar que lo-que-ocurre no tiene correlato ideal, que cada ser no participa de su idea sino, al contrario, de todo aquello que él no es. Censuró a Homero porque permitía la metamorfosis, el llanto de los héroes y la risa de los dioses. Cualquier ser se alimenta se los demás en un acontecimiento. ¿Y la mujer?, pregunté. ¿Por qué una mujer? Porque Platón, de acuerdo con su época, las envilece, contestó. En el mundo de las verdades, ella es la víctima. Pero en tu poema ella también es la víctima, insistí, y sin embargo dices que describe un acontecimiento... Sí, pero ¿a los ojos de quién acontece el acontecimiento? Prometí pensármelo. Pero vi que él también dudaba. Estoy segura de que lo estará reconsiderando. Nos separamos hace unos minutos. Parecía satisfecho. Por cierto, ahora me doy cuenta de que no le pregunté por la niña que le acompañaba. No sé si era hija suya. Tenía la piel casi transparente como si hubiese salido de uno de sus versos. He torcido la esquina. Oigo el sonido de un frenazo. Parece producido por un camión pesado. Ahora, el ruido de un impacto. Voy a volver sobre mis pasos: ha sido justo detrás de la esquina.
Chantal Maillard
La negativa
Si me encuentro a una muchachita bonita y le pido: "Sé buena, ven conmigo", y pasa de largo sin decir una palabra, su actitud significa:
"Tú no eres un duque con apellido rimbombante; ningún americano atlético con la estatura de un indio, con ojos horizontales y contemplativos, con una piel acariciada por el aire de las praderas y de los ríos que fluyen por ellas. No has viajado a los Grandes Lagos, ni los has surcado, aunque no sé ni dónde se encuentran. Así que dime, por qué yo, una muchacha bonita, tendría que ir contigo".
"Olvidas que no te llevan en automóvil por la calle, balanceándote con sus sacudidas; no veo ir detrás de ti a los señores pertenecientes a tu séquito, embutidos en sus trajes y murmurándote piropos. Tus pechos quedan bien comprimidos por el corsé, pero tus muslos y caderas se resarcen por esa sobriedad. Llevas un vestido de tafetán con pliegues, como el que nos alegró tanto a todos el pasado otoño y, sin embargo, con ese peligro mortal en el cuerpo, sólo te ríes de vez en cuando".
"Sí, los dos tenemos razón y, para no ser conscientes de ello de un modo irrefutable, preferimos irnos solos a casa, ¿verdad?".
Franz Kafka
El extranjero
Entonces, no sé por qué, algo se rompió dentro de mí. Me puse a gritar a voz en cuello y le insulté y le dije que no rogara y que más le valía arder que desaparecer. Le había tomado por el cuello de la sotana. Vaciaba sobre él todo el fondo de mi corazón con impulsos en que se mezclaban el gozo y la cólera. Parecía estar tan seguro, ¿no es cierto? Sin embargo, ninguna de sus certezas valía lo que un cabello de mujer. Ni siquiera estaba seguro de estar vivo, puesto que vivía como un muerto. Me parecía tener las manos vacías. Pero estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esta muerte que iba a llegar. Sí, no tenía más que esto. Pero, por lo menos, poseía esta verdad, tanto como ella me poseía a mí. Yo había tenido razón, tenía todavía razón, tenía siempre razón. Había vivido de tal manera y hubiera podido vivir de tal otra. Había hecho esto y no había hecho aquello. No había hecho tal cosa en tanto que había hecho esta otra. ¿Y después? Era como si durante toda la vida hubiese esperado este minuto... y esta brevísima alba en la que quedaría justificado. Nada, nada tenía importancia, y yo sabía bien por qué. También él sabía por qué. Desde lo hondo de mi porvenir, durante toda esta vida absurda que había llevado, subía hacia mí un soplo oscuro a través de los años que aún no habían llegado, y este soplo igualaba a su paso todo lo que me proponían entonces, en los años no más reales que los que estaba viviendo.
¡Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre! ¡Qué me importaban su Dios, las vidas que uno elige, los destinos que uno escoge, desde que un único destino debía de escogerme a mí y conmigo a millares de privilegiados que, como él, se decían hermanos míos! ¿Comprendía, comprendía pues? Todo el mundo era privilegiado. No había más que privilegiados. También a los otros los condenarían un día. También a él lo condenarían. ¿Qué importaba si acusado de una muerte lo ejecutaban por no haber llorado en el entierro de su madre? El perro de Salamano valía tanto como su mujer. La mujercita autómata era tan culpable como la parisiense que se había casado con Masson, o como María, que había deseado casarse conmigo. ¿Qué importaba que Raimundo fuese compañero mío tanto como Celeste, que valía más que él? ¿Qué importaba que María diese hoy su boca a un nuevo Meursault? Comprendía, pues, este Condenado, que desde lo hondo de mi porvenir... Me ahogaba gritando todo esto. Pero ya me quitaban al capellán de entre las manos y los guardianes me amenazaban. Sin embargo, él los calmó y me miró en silencio. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se volvió y desapareció.
Albert Camus
La redención de la carne (hastío del alma y elogio de la pudrición)
¿El cuerpo? Inmundicia, fugacidad en el devenir, cadáver ornamentado. ¿A sus necesidades cotidianas? Nula satisfacción, reparación imprescindible: régimen de vida orgánica bajo mínimos. ¿El alma? Esa sí, destello de luz, fulgor en la forma, brillo en la eternidad...
P.Salabert.
P.Salabert.
La conquista del aire
He aceptado tu propuesta de hablarnos mediante estos mensajes, pero sólo para decirte que no creo en la escritura como ese estado silencioso del que hablas. En la escritura no hay silencio, la escritura no es anterior a la voz. La escritura es el dios con minúscula de nuestra época y, por ello, la escritura es causa de envilecimiento. Todo lo que detestamos, Marta, la crueldad gratuita, la incontinencia, la mezquindad, cualquier acto ruin podría ser redimido en aras de la interpretación si hay un ojo que todo lo ve. Y eso, Marta, fue Dios. Pero aquel Dios en el que tú creíste al menos había dictado las tablas de la ley. La escritura es un dios sin constraste, blando y adulador. Es el dios que sólo mira allí donde señala nuestro dedo, el dios de lo apuntado, el dios de lo que quisimos registrar.
Belén Gopegui
Belén Gopegui
La náusea
Ellos hablan en voz baja. Les han servido entremeses, pero no los tocan. Parando la oreja puedo pescar partes de la conversación. Entiendo mejor lo que dice la mujer con su voz rica y velada.
- No, Jean, no.
- ¿Por qué no? - murmura el joven con apasionada vivacidad.
- Ya se lo he dicho.
- Esa no es una razón.
Se me escapan unas palabras; después la mujer hace un gesto encantador de cansancio:
- He probado demasiadas veces. Ya pasé la edad en que se puede empezar a vivir de nuevo. Soy vieja, ¿sabe?
El joven se ríe con ironía. Ella prosigue:
- No podría soportar una… decepción.
- Hay que tener confianza -dice el joven-; así como está, en este momento, usted no vive.
Ella suspira:
- ¡Lo sé!
Jean-Paul Sartre
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