¡Qué solos, sí, qué púdicamente solos
estábamos allí, en el fondo del vacío
que muchos seres juntos crean siempre,
en el salón del bar de moda adonde entramos
a hablar de nuestras almas, rehuyendo
con gran delicadeza
la tramoya usual
-lagos, playas, crepúsculos-
que los amantes nuevos buscan!
¡Qué solos, y qué cerca, entre la gente!
Perfecta intimidad, exenta de romanzas,
de cisnes e ilusiones,
sin más paisaje al fondo
que el arco iris de las botellas de licores
y la lluvia menuda
de frases ingeniosas -salida de teatro-
con que corbatas blancas y descotes, de once a doce,
asesinan despacio un día más.
Distantes, un poco distantes,
entre nosotros la circunferencia de la mesa
se interpone, cual símbolo del mundo
a cuyos dos lados estamos
fatalmente apartados,
y por eso, viviendo
el amor que hay más fuerte
sobre la tierra: un gran amor de antípodas.
Por mutuo acuerdo
para no tropezar en rimas fáciles,
apartamos los ojos de los ojos:
tú mirando tu taza, y a su abismo
-producto de Brasil, y sin azúcar-,
como a un futuro
que es imposible ver más claro por ahora,
y que quizá te quite el sueño; yo, a mi vaso
en donde las burbujas
transparentes, redondas, de la soda
me ofrecen grandes cantidades
de esperanzas en miniatura,
que absorbo a tragos lentos.
Y hablar, hablar así en esa perfecta
forma de unión en que la simulada indiferencia
acerca más que abrazo o beso,
de nuestra vida y de su gran proyecto en el vacío
-estepas, mar, eternidad
provenir sin confines ni señales-
como quien planea un viaje
por una tierra ya toda explorada,
con horarios de trenes y mapas a la vista,
procurando llenar día tras noche
con nombres de ciudades y de hoteles.
Hablar de nuestras almas, de su gran agonía,
como se habla de un negocio,
con las inteligencias afiladas,
huyendo de la selva virgen donde vivimos
en busca de ese sólido asfalto de los cálculos,
de las cifras exactas, inventores
de una aritmética de almas que nos salve
de todo error futuro: enamorarnos
de otra nube, sembrar en el desierto,
o acostarse en la verde pradera sonriente
de alguna muerte prematura.
Cualquiera de esos riesgos
que podría arruinarnos,
como arruina una tarde o una carta
a cinco años
si no se la prevé y se suprime
con un eclipse o dejándola cerrada.
Tú decías, mirando en el vacío,
muy despacio: "Sí, sí, si calculamos
que mi alma puede resistir un peso
de treinta días cada mes, o al menos
de siete días por semana, entonces...".
(Los camareros cruzan, tan vestidos de blanco
sobre el piso brillante y azulado
que sin querer me acuerdo
del lago y de los cisnes de que huimos.)
Y te escucho los cálculos
con dedos impacientes por un lápiz
con que apuntarme sobre el corazón
en el terso blancor de la pechera
o en un papel casual, si no,
las cifras esas cuya suma
si es que contamos bien tiene que ser
la eternidad, o poco menos.
Seguimos sin mirarnos. Miro al techo.
Y quebrando de pronto nuestro pacto,
por orden superior, siento
que si no hay pronto un cielo en que amanezca
no cumpliré más años en tu vida.
¡Un cielo, un cielo, un cielo!
Sólo en un cielo puedo
escribir el balance de tu amor junto al mío:
las demás superficies no me sirven.
Y el camarero -tú, que se lo mandas-
enciende allí en el techo una alba eléctrica
donde caben las cuentas enteras del destino.
Yo digo: "No sería mejor...". Otro proyecto,
sus suspiros o ceros, se inicia por el aire
tan semejante a las volutas débiles
del humo del cigarro tuyo que ya no sé
si es que lo invento yo o que tú lo expiras.
Otra vez me extravío:
(De una mesa de al lado se levanta
una pareja; son Venus y Apolo
con disfraz de Abelardo y Eloísa,
y para más disimular vestidos
al modo de París. Se van hablando
de vos como en los dramas.
Pasan junto a un espejo y en el mundo
se ven dos más, dos más, dos más. De pronto
se me figura, todo alucinado,
que podríamos ser una pareja
tú y yo, si tú y yo... Voy recordando
igual que el que anticipa lo que quiere,
que allá, en el paraíso,
hubo otros dos, primero, que empezamos
separados o juntos, tú y yo, todos
por ser una pareja, y este insólito
descubrimiento me hace
agachar la cabeza porque siento
que voy a darme con el techo antiguo:
con nuestros padres.)
Tú, a mi lado,
me llamas. Vuelvo al cálculo: "Decía
que si en vez de esperarme en la estación
o en la esquina
de la Sexta Avenida, me esperases
dentro de alguna concha o del olvido,
podríamos ir juntos a la bolsa
en donde los fantasmas azulados
de los días futuros,
los acaparadores de las dichas,
cotizan los destinos, y jugar,
comprando las acciones más seguras.
Si juntamos tú y yo los capitales
que hemos atesorado
a fuerza de sumandos extrañísimos:
sortijas, discos, lágrimas y sellos,
podríamos tener entre los dos,
sin reservarnos nada para nuestra vejez,
dándolo todo...". Hay una pausa.
Ninguno de los dos nos atrevemos
a aventurar la cifra deseada
ni el sí que comprometa. Un mundo tiembla
de inminencia en el fondo de las almas,
como temblaba el mar frente a Balboa
la víspera de verlo. Nos miramos, por fin.
Un ángel entra por la puerta rotatoria
todo enredado con sus propias alas,
y rompiéndose plumas, torpemente.
Ángel de anunciación. Lo incalculable
se nos posa en las frentes y nosotros
lo recibimos, mano en mano, de rodillas.
No hay nada más que hablar. Está ya todo
tan decidido cual la flecha cuando empieza.
Subimos la escalera: ella nos dice,
con gran asombro nuestro,
que todo eso pasó en un subterráneo,
como las religiones que se inician.
Afuera hay una calle igual que antes,
y unos taxis que aguardan a sus cuerpos.
Y pagando su óbolo a Caronte
entramos en la barca
que surca la laguna de la noche
sin prisa. Al otro lado
una alcoba, en la costa de la muerte,
nos abrirá el gran hueco
donde todos los cálculos se abisman.
Pedro Salinas.